EL BASTÓN
Al fin todo concluyó. El
silencio en la casa era incómodo para Elena que de forma mecánica se puso
a recoger algunos vasos y platos que
quedaron sobre la mesa del comedor tras la marcha de los vecinos y familiares.
Elena Valdés, hija del fallecido Antonio Valdés,
necesitaba estar ocupada, por lo que pidió a cuantos familiares y amigos habían
acudido al sepelio de su padre, que la dejaran a solas. Todos sabían que la
soledad le aterrorizaba, aunque ella intuía que eran sus pensamientos a lo que
temía más que al silencio que la rodeaba. Tal vez por eso, puso en marcha el
aparato de radio sin buscar una emisora en concreto, tan sólo deseaba escuchar ese
zumbido procedente de aquella caja oscura, la estúpida musiquilla la ayudaría a
seguir con el trabajo sin pensar en cuanto sucedió la noche anterior y durante
el tiempo que duró la enfermedad de su padre.
No podía pensar en todo ello, no en ese momento. Pero se
encontraba algo mareada, se apoyó durante un segundo en la mesa. Entonces se dio
cuenta, se sentía mal, una gran pesadez en el estomago le provocaba una fuerte
sensación de náuseas. Estaba aturdida, con deseos de escapar de la realidad de
su casa, de aquellas paredes, de ese olor a tristeza que la aplastaba, de la
soledad que ella transformaba en lágrimas y que Elena impedía que salieran al
exterior aspirando con fuerza.
Antes de dejarse vencer, necesitaba ordenar sus
pensamientos. Pero llevaba tres días sin dormir y el cansancio apenas le
permitía moverse con coherencia, quizás por eso o tal vez por la sensación de
asfixia, comenzó a abrir las ventanas de toda la casa, quería que la luz y el
aire de la mañana penetraran en cada una de las habitaciones. Se impuso la
tarea de dejar todo recogido, era necesario que todo estuviera en orden,
ignoraba la razón, pero lo necesitaba.
Elena se dirigió al
dormitorio de su padre. Dos días antes ese mismo dormitorio lo ocupó el hombre
que fue durante tres largos meses su centro, a quien cuidó como se cuida a un
hijo, estrechándolo contra su pecho cuando le decía que tenía miedo Sintiendo
la aspereza de un rostro envejecido contra el de ella. Sin embargo hacía dos
días que Elena no cruzaba esa puerta, no pudo hacerlo antes, pero ahora era
necesario.
La última noche estuvo junto a su padre en todo momento,
él se encontraba muy intranquilo y por
lo tanto decidió hablarle, durante horas estuvo contándole cosas de cuando era
una niña, cuando era él quien la cogía entre sus brazos y daba largos paseos
con ella. Le habló de cuando siendo una muchacha, charlaban de la vida y de
tantas aventuras que Antonio vivió de joven. Elena esa noche habló sin cesar, hasta que al
fin su padre se dejó atrapar por el sueño. Lo reclinó sobre la almohada y
comprobó como su rostro tenía el color de la cera, aunque dormía con la
placidez de un niño. Al mirarlo, comprendió que nada volvería a ser como antes:
los sonidos de la casa, sus charlas con él, ni tan siquiera aquella habitación
tendría el calor que él desprendía. Se quedó observándole acompañada por la
tenue luz de una pequeña lamparita. Poco a poco fueron sucediéndose las horas
en el reloj hasta que a ella también la rindió el cansancio.
Habían pasado un
par de horas, aunque para Elena fueron segundos cuando una extraña sensación o
quizás el rayo de sol que comenzó a abrirse paso en la oscuridad del
dormitorio, le provocó un sobresalto. Se incorporó, tocó el rostro de su padre
y sus dedos pudieron sentir la frialdad de la muerte. Sin apartar la vista de
aquel rostro sin vida, arropó el cuerpo de Antonio, dejó un beso en su mejilla
y le susurró: Sigue durmiendo.
Aún estaba parada frente a la puerta pensado en todo ello
cuando giró el pomo y frente a ella apareció el sillón donde se sentaba su
padre y apoyado en el respaldo, su gastado bastón. El viejo bastón que tantas
veces ella le dijo que parecía una prolongación de su brazo. Padre e hija bromeaban en muchas ocasiones, ella le decía
que cualquier día se lo escondería, así dejaría de incordiar y de escaparse sin
avisarla cuando quería irse con los amigos.
Se acercó, lo cogió entre sus manos, notó el áspero roce
de la madera en su piel, mientras creía escuchar sus propias palabras: ¿Adónde
vas papá?
-Es la hora de dar mi paseo.
Contestaba
Observó cada rincón de la habitación en penumbras cuando
notó como una ráfaga de aire rozaba su piel estremeciéndola. Imaginó que sería
la brisa que entraba por la ventana. Se giró y la vio cerrada. Miró la cama
vacía mientras algo en su interior le dijo: Y si él pudiera… pero no.
Desechó aquel pensamiento mientras sujetaba el bastón
entre sus manos, se reclinó en el sillón al tiempo que aspiraba con
profundidad, dirigiendo su mirada hacía arriba en busca de una respuesta, en
ese instante notó una húmeda sensación que recorría su rostro. Acercó su mano y
pudo comprobar que estaba llorando. Aquellas lágrimas fueron como la lluvia
sobre la tierra reseca, como una bocanada de aire para el ahogado, como el
brillo de una estrella en la oscuridad. Al fin escapaba de su interior ese
grito de dolor que la estuvo asfixiando durante todo el día, al fin se
despediría de su padre. Ahora ya podía descansar.
Se la podía ver acurrucada
como una niña pequeña, en el sillón descansando plácidamente. Por fin había conciliado
el sueño. Sujeto con maternal abrazo, el viejo bastón de su padre.
