A los nacidos junto al mar no hay quien nos mueva de aquí
Se puede
estar viviendo en cualquier zona del globo terráqueo, pero aquel que ha visto
como despierta el sol del amanecer sobre el horizonte, y como se eleva frente a este pueblo, origen de
toda una ciudad no puede por menos que desear acabar sus días en Torrelamata,
rincón del Levante con sabor a mar. Y es ese sol traicionero y solemne, que a
la hora nona se clava en el dintel de esa iglesia, el que durante siglos ha
sabido dar color a un fruto sustancioso como es la uva de esta tierra.
La que
suscribe sientes alguna vez el remordimientos de haber dibujado con la palabra
una Torrelamata que no sé si existe (creo que todos los que escribimos llegamos
a inventar los lugares mientras trasformamos a los personajes). Pero
Torrelamata es un objeto literario que cobra realidad en sus gentes y su aroma.
Y como dijo Serrat “¿qué le voy a hacer, si yo, nací en el Mediterráneo?”.
Intento
perfilar los contornos de este lugar, mencionando literariamente al pueblo, que
quizás invento en cada línea. Pero al menos será la Torrelamata que todos
pensamos cuando escribimos, la Torrelamata envuelta en el amor o desde la
conformidad, o desde ambos a la vez la que surja, olvidando la falsa
resignación y sumisión, por los atropellos del modernismo que nos adentra
inexorablemente en la actualidad. Prefiero describir ese tiempo de belleza
donde el pequeño pueblo de casas bajas, era el recuerdo de mejores y más
tranquilas vivencias, resguardándose ese otro pueblo aclimatado a sus
costumbres. Hoy Torrelamata a crecido como crecen los árboles, hacia lo alto,
perfilando su silueta en la lejanía, extendiendo sus raíces hasta prolongarse
por las lomas y las dunas, brotando aquí y allá la semilla de la construcción
en forma de edificios tan altos como gigantescos árboles, mientras en las
plazas crecen árboles tan elevados como pequeños edificios. Desde el Molino del
Agua, hasta la desembocadura del río Segura las construcciones se aproximan
peligrosamente al mar, llegando en los últimos años, a mostrar esas calles
donde un hervidero de forasteros, de tiendas, pub y cafetería son testimonio de
esa influencia llegada del norte. Tanto asfalto llama a una nueva invasión, tanto hormigón arrastra
nuevas formas de construir el futuro, ocultando la conciencia de un pasado aun
fresco. Lo cual es una realidad tangible
Para
descubrir el auténtico pueblo no es suficiente caminar por sus calles donde el
aire no encuentra oponente y el sol no tiene secretos. Es imprescindible
acercarse a esas casas bajas de color blanco pardusco, allí es donde se esconde
tras los ventanales el más claro tipismo de un pueblo de labriegos, donde la
espera, la dolorosa y resignada espera de un vivir monótono se adivina en el carácter
de sus gentes. Un carácter que los lleva a
poseer un temperamento íntimo, genuino, capaz de asumir esa
transformación del entorno que les viene dada como un juego, donde el turista
invade incluso los lugares dedicados al pastoreo y la agricultura, transformado
aun más -si eso es posible- aquello de
sentarse a la fresca, que hoy no es otra cosa que sentarse en la puerta de un
local de moda donde se sirven helados de sabores impensables.
Pero
a Torrelamata el patrimonio inmaterial no se le puede arrebatar. Un patrimonio
que se puede encontrar en la brisa de levante que se acerca presurosa a la
costa, eso es inalterable. La luz de ese sol que tiene a este rincón como su
hogar, eso es inalterable. El silencio que se siente al ver como la Virgen del Rosario
atraviesa las puertas del templo, eso, gracias a Dios, es inalterable. El sabor
salino de una tierra que vive de cara al mar,
con el sonido de las olas de fondo, eso también es inalterable. Queda
mucho de aquel rincón que entre otras cosas fue y siguen siendo la esencia de
Torrelamata. Y es que este rincón puede con todo lo que le echen. La capacidad
de resistencia es grande. A pesar de todo lo que le hacen seguirá siendo el
sueño de muchos.
El reencuentro con el pueblo -hablo esa mañana de Navidad,
hablo del amanecer de la Fiesta de la Virgen del Rosario, de la verbena o del
Jueves Santo-, ese reencuentro con lo que permanece de la ciudad, por mucho que
cambie seguirá palpitando. Quizás esto de ser de Torrelamata sea una actitud
ante el mundo, una forma de mirarlo… y porqué no decirlo, la grandeza de lo
propio


