EL SILENCIO FUE SU ADIÓS



Caminaba cada tarde lentamente por la vereda del río. Siempre sólo. Yo, apenas un niño, lo veía entre melancólico y triste. Con la tristeza que lleva a ir mirando cada centímetro del suelo. La imagen de mi maestro era la de aquel que quiere encontrar en cada piedra del camino una señal, la respuesta a las miles de preguntas que le hacían sus alumnos. Así recuerdo a don Antonio.
En ocasiones cuando aún pienso en él me es difícil describirlo, aunque lo veo como esa persona que ha alcanzado a vivir las cientos de vidas que cada uno llevamos dentro. Ebrio de sabiduría, poseía un conocimiento grande dentro de un alma de artista. No era muy alto, ni demasiado bajo. Pero su figura, su rostro y su voz firme aunque sosegada, mostraba a una persona distinta a cuantas vivían en el pueblo.
Al marcharse llevaba poco equipaje. Una maleta que había recorrido miles de lugares, unos libros usados bajo el brazo, y su cuerpo encorvado. Aquel día al verlo pensé que era la imagen de un suspiro. Pero fue un hombre capaz de alcanzarlo todo mientras en sus manos no poseía nada. El día de su marcha vimos sus alumnos en la mirada de aquel hombre la nostalgia, mientras sus huellas se marcaban en la tierra del camino. Recuerdo que la brisa las borró rápidamente. Así se esfumo de mi vida aquel maestro.
Fue en una tarde triste de primavera. La naturaleza ofrecía la gran explosión de vida. Los campos mostraban orgullos las cosechas. Los árboles entregan los frutos y las aves volvían a surcan el cielo para construir sus nidos. En ese instante, lentamente por el camino que sale del pueblo, se alejaba mudo, solo, y con  sus brazos de piedra a cada lado de su cuerpo, el  maestro. Él había marcado nuestros caminos con la esperanza, y lo veíamos alejarse como si fuese un enemigo. Quien había sido nuestro amigo, aquella tarde nos dejó con la tristeza en forma de lagrimas en nuestros pequeños corazones. No supimos por qué se fue. Su silencio fue el adiós. Su triste caminar la despedida que recibimos. Incluso el cielo se cubrió de rojo, como si el fuego que había brillado hasta entonces en nuestro interior, se marchara con él, dejando nuestras jóvenes almas faltas de ese calor. Así se alejó de nuestro lado el maestro.
Recuerdo que el día que llegó al pueblo rápidamente supimos que era distinto. Entró a clase con su maleta estropeada por el tiempo y sus viejos libros bajo el brazo. En su rostro una sonrisa y en su mirada... algo que jamás supimos descubrir. Se presentó a sus alumnos y nosotros lo saludamos. A continuación nos dijo: Hoy comenzareis a descubrir el mundo. En sus palabras y su mirada había un gran deseo, entregarnos aquello que poseía y que tenía un gran valor en él, el cultivar nuestras mentes.
Don Antonio, que apenas tenía cuarenta años, era un hombre al que se le adivinaba que  la felicidad apenas lo había rozado. De él se dijeron grandes cosas cuando murió. En cambio, el tiempo que estuvo moldeando nuestras pequeñas mentes, con sus lecciones  manchadas de tinta y sus manos blancas por la tiza, este hombre delgado, de aspecto casi enfermizo, se convirtió en un grave problema para las gentes que vivían en el pueblo.
Un buen día llegó el cura a clase, quería hablar con el maestro. Don Mariano era un cura de los de antes -firme en sus decisiones y de pocas palabras- se vanagloriaba de conocer al primer golpe de vista a la gente, y quería saber que tipo de persona era ese al que todos llamaban “el maestrillo”. Acompañado por la única autoridad después del alcalde, Paco –por entonces jefe del puesto- entraron en clase. Fue como ver a los jueces y representantes de aquellos que no se atrevían a hablar abiertamente con el maestro. Los tres hombres salieron al patio. Nosotros, unos chavales curiosos, corrimos a la ventana y vimos como el cura y Paco charlaban con don Antonio. La cara del maestro cambió de color. Estuvieron hablando largo rato mientras nosotros observábamos sin adivinar que ocurría. Por sus gestos pensamos que nada bueno estaba ocurriendo. Más tarde nos enteramos que cuanto querían saber, era como pensaba ese maestro que les había mandado el Ministerio. Tras la charla vimos a don Antonio más triste que de costumbre. Apenas nos hablaba y dejó de contarnos historias de las de antes.
La gente comenzó a cuchichear en la calle sobre quien era don Antonio. Unos decían que no respetaba aquello de ir a misa. Y añadían:  “no cabe la menor duda es un ateo”. Otros lo señalaban como un comunistas, aunque se decía que no le interesaba la política. Pese a ello don Antonio lo que le atraía de verdad era enseñarnos a descubrir los cientos de mundos inexplorados que guardan los libros. Quería mostrarnos el atractivo que supone el alcanzar el conocimiento, llegar a conquistar la ciencia y deleitarnos con lo sublime del arte. Nos abrió grandes caminos. Nos hizo viajar de un océano a otro. Nos habló de las guerras y de la paz. De pequeños hombres y grandes ideas. Llegamos a ahondar en lo profundo de nuestra alma. Y aprendimos que noche y oscuridad no son la misma cosa. Que la felicidad es algo muy delicado y que el miedo no lleva a la libertad. Nos enseño esos libros donde se encierran miles de vidas que están por vivir. Y toda esa sabiduría la entregaba sin pedir nada a cambio, esperando sólo que nuestras jóvenes mentes abrieran las alas a todo el saber. Pasaron sólo cuarenta meses en los que encontró nuestra satisfacción junto a la frialdad de la gente, y sin quejarse lo más mínimo siguió enseñando a sus alumnos. Tampoco se quejaba de los atrasos que le debían de su mísero sueldo. Decía que no era  tan malo enseñar toreando el hambre y la frustración. Nos acostumbró a sus frases llenas de sabiduría. Y nosotros como si sus palabras fuesen fruta fresca, saboreábamos cada una de ellas.
Pero una mañana, al llegar a clase apenas nos miró, dejó sobre la mesa sus libros y borro cuanto había en la pizarra sin decirnos una sola palabra. Se quedó mirando por la ventana. Más allá se extendían los campos cubiertos de girasoles. Su voz fue un susurro. Aun así pudimos escucharle: “Como la hiedra, las ideas y el conocimiento han calado ya en vuestras jóvenes mentes. Nada volverá a ser lo mismo” –no comprendimos el significado de sus palabras. Entonces tampoco comprendíamos qué a don Antonio no se le admitía en el casino del pueblo o que se alejaran de él cuando caminaba por el pueblo.
Éramos muy pequeños para saber la razón de que don Antonio se marchara de nuestro lado. Pero quienes querían lo mejor para sus hijos tomaron una sabia decisión. Hablaron con el ministro y le pidieron que cambiara a este maestro. Aquella noche pude escuchar a mi padre decir: “no es bueno como enseña don Antonio” “Él es mucho mejor que todos vosotros”  respondí yo.  Ganándome por esa respuesta un buen bofetón e irme a la cama sin cenar.
Don Antonio jamás fue amigo de fiestas, ni acudía a las tertulias con los hombres en el bar. Él hacia una vida sencilla. Le gustaba caminar por el campo, mientras en las calles del pueblo era como una sombra. En realidad a nadie le importó como era el maestro. En alguna ocasión yo me sentaba a su lado en el bosque y le hablaba. Le hablaba de mis problemas de niño, de mis deseos y de las ilusiones de un joven que tenía por horizonte las montañas y como meta un cielo limpio. Él me miraba y atendía cuanto yo tenia que decir. Para él yo era la sabia de otra generación. Entonces en esas ocasiones acariciaba mi cabeza mientras con su habitual sonrisa me decía: ¡mi querido alumno ten paciencia!. Así era mi maestro. Poco a poco los rumores se hicieron más insistentes.
Siempre supo que triunfaría “el buen criterio” de aquellas gentes, que decidieron que nadie cambiaría la vida monótona y sencilla donde vivían encerrados. Así que sin meditarlo, se libraron de aquel que era un peligro, echaron del pueblo al maestro. Por fin descansarían  tranquilos. Y sin decir una palabra, don Antonio se alejó por el camino que sale del pueblo. Colgado de sus brazos que eran como piedras, una  vieja maleta y sus libros. Con el cuerpo encorvado se fue un gran hombre. Nos dejo el  maestro.
Dijo conocer a sus alumnos. Y dijo sentirse honrado por habernos mostrado el camino. Nos dijo que podríamos cambiar este mundo, pero sólo éramos niños. En cuento a la gente del pueblo, creyeron que se habían librado de aquel hombre, pero no supieron que había dejado en nuestro interior un germen que creció rápidamente. Pasaron los años y vinieron otros maestros. Tras algunos años me fui a la ciudad para seguir estudiando, y allí me encontré a don Antonio, más viejo, más encorvado, pero con la misma sabiduría. Entonces al ver su mirada lo comprendí. De aquel viejo maestro había aprendido la mejor lección: “me había enseñando a PENSAR”. 

Hoy soy yo quien  sigue sus pasos y puedo sentir, como lo sintió él en su momento, como bulle en mi interior el deseo de mostraros el camino. Es en esos momentos, cuando veo  frente a mí vuestros rostros, cuando pienso en aquel hombre y entonces siento un gran deseo de ser como fue don Antonio. Me gustaría llegar a ser “vuestro maestro”.

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