YA NO CANTAN LAS NEREIDAS
En homenaje a la mujer Mediterránea:
Creadora de sueños hechos canciones, que durante generaciones entregaron a sus hijos al acunarlos.
Aunque hoy...
Ya no cantan las Nereidas
Hoy deseo de
detenerme en mi caminar diario, dejándome impregnar por cuanto sucede a mi
alrededor, viendo en todo ello una posible aventura. A lo largo del tiempo he
viajado a ciegas por caminos que otros anduvieron antes que yo, he navegado por
mares tempestuosos sin un puerto donde refugiarme; he reposando en playas de
blanca arena donde los marineros -hombres con alma de niño y brazos de titanes-
reparaban sus redes mientras yo, apenas una niña, los contemplaba en silencio
para luego marcharme a otras playas de ardientes arenas. Hoy, cuando descanso
frente al mar, me doy cuenta que la suavidad del sol, la brisa de la mañana, el
sabor a mar se cuela por cada hueco de casas y alcobas, impregnando las
paredes, introduciéndose en las entrañas de la gente ¡Que fácil es dejarse
llevar por todas estas maravillas, y que sencillo es tener pensamientos
entrañables!.
Contemplo el ir y venir de las olas,
enredándome en el ensueño de ese vaivén, y por un instante la realidad salpica
mi alma joven e inexperta. Cierro los ojos por un instante. Aspiro la esencia que
surge de las profundidades como si se tratara de una pócima esencial para
seguir viva, y al abrirlos miro el cielo, como un saludo, una gaviota en lo
alto, bate sus alas mientras se aleja de la costa. Mi amiga Dolores diría: Eso es señal de mal tiempo”. Mientras
vuelve a su trabajo cotidiano en la casa como si lo dicho se tratara de un
hecho irrevocable que va más allá de cualquier ciencia.
Y es que a fuerza de escuchar el viento y
contemplar la mar, se aprende a leer en el cielo las señales por sutiles que
estas sean. Tal pericia en los asuntos de
la meteorología únicamente se consigue con años de experiencia, o al
menos eso creo yo. Aunque yo diría que la gaviota tiene la fantástica belleza
de esa imagen creada por los pinceles de un gran pintor, que sobre ese
gigantesco lienzo azul, resplandece como estrella de la mañana.
Dejando a un lado estos asuntos, noto como la
calma que me rodea me facilita mi búsqueda, la que comenzó con el deseo de
descubrir la atracción que posé ésta tierra. A solas, siento como la brisa
arrastra hasta mí el aroma de los moluscos, las algas y los erizos. Aquí, y
rodeadas de estas sensaciones, fue donde nacieron y vivieron las fuertes,
enérgicas, pero amantes silenciosas y solitarias Nereidas. Y es aquí, en está
tierra donde he podido comprobar que el trato con ellas se vuelve íntimo y
sensible, se transforma en melodía, convirtiendo este lugar en un susurro de
canciones propias de mil sirenas.
Tal vez, en mis sueños he imaginado ver entre
las olas a esos seres mitad mujer, mitad pez, que con sus cantos arrebataban la
lucidez en las mentes de los navegantes. Pero no ha sido así, ya que sí las he
visto. He compartido con ellas momentos de felicidad y tristeza, han sido mis
maestras, confidentes, compañeras y quienes me brindaron la oportunidad de ser
yo misma. Al mismo tiempo, forman parte de una
realidad cotidiana. Únicamente y a diferencia de las protagonistas de
las fantásticas epopeyas de griegos y romanos, mis Nereidas, en silencio ven
pasar el tiempo. En ocasiones me he imaginado a mi misma como una de ellas. Sin
embargo, estoy convencida que me falta mucho para alcanzar su sabiduría, y
poder alcanzar el embrujo que las rodea. Por ello, y desprovista de cualquier
prejuicio que me pudiera importunar, ha llegado el momento de enfrentarme al
presente y pasado de estas mujeres. Hoy mi cita en este lugar es con una de
ellas. Arropada por la suave luz del
atardecer y perseguida por el aroma a brea por fin la veo llegar. Ella posee la serena tranquilidad que da la vejez.
En cambio yo, temerosa de enfrentarme a esa verdad con forma de anciana que
guarda entre sus años un bagaje de recuerdos, sólo comparable a la sabiduría
que se encierra entre los tomos de una biblioteca, me rindo ante su
conocimiento. Camina lentamente. Tanto que puedo ver como se perfilan sus
contornos ante la luz anaranjada de la tarde, enmarcando su silueta en esa
delicada sumisión a la palabra “destino” como si estuviera encadenada a él.
En esta ocasión sedearía permitirme una licencia, diciendo a cuantos pasan a su lado sin mirarla:
¡Descubríos! Estáis frente a una
mujer que posee la distinción y la esencia que se encierra en la habanera.
Pero guardo silencio. Al verla
caminando hacía mi, al principio no es más que una pequeña figura oscura. Su
paso es lento, pausado, pero con la temblorosa firmeza que dan los años a quien
ha vivido cien vidas. Cuida donde pone los pies, mientras adivina el lugar en
el que apoyar su gastado bastón de madera. La cabeza gacha parece mirar cada
piedra del camino -aunque sus ojos hace tiempo que apenas le muestran la
belleza que la rodea- el largo pelo,
recogido en un moño en lo más bajo de su cabeza, reúne una oscura cabellera.
Las blancas canas se olvidaron de cubrir esta anciana testa. Nadie sabe a
ciencia cierta su edad. Aunque al verla pienso que es precisamente la gran
cantidad de primaveras pasadas lo que la obliga a ir encorvada, casi pegada al suelo, como si la
tierra quisiera apoderarse de ella. Me dijeron de ella que siempre guardó en su
interior el furioso deseo de cambiar su mundo, de forma que pudiera ser la
dueña de sus horas. Pero sólo por su condición de mujer estuvo sujeta a esa
línea llamada “orilla” sin más miras que sus pensamientos, los que la enseñaron
a volar sobre el mar... ¡Mitad mujer, mitad sueño!. Podría responder al nombre
de Inmaculada, Pura, ó Conchita; todos esos nombres servirían ¿Pero se hablaría
de la misma mujer? ¡No! no sería ella. Esta mujer mitad raza, mitad sabiduría,
sólo se la puede conocer por un nombre:
Os presento a “la tía Concha” (así quiere ser llamada y así la conocen).
Como ya he dicho se trata de una mujer más
bien pequeña, sin embargo los mas destacado en ella es su expresiva mirada. Aun
hoy conserva la hermosa vivacidad de otro tiempo, aunque carece de una clara
visión, ella acierta... ó más bien adivina, si quien le habla es gente del pueblo ó
forastero, para lo que pregunta casi
siempre: “Perdone... ¿usted no es del pueblo, verdad?”
En la mayoría de los casos se trata más de
una afirmación que de una pregunta, ya que,
la respuesta la conoce perfectamente. El asunto es que a su corta visión
hay que añadir un oído perfecto, para sorpresa de propios y extraños.
Cuando se la ve por primera vez, se comprueba
que la tía Concha es una pequeña mujer de delicado tratamiento con aquel que se
acerque a ella. En sus palabras guarda la suavidad de las melodías propias de
la tierra, donde se relatan historias de soledades y alejamientos, con aire a
tanguillo y sabor marinero. Ella, en su juventud, pudo ser la protagonista de alguna
de esas habaneras cantadas al atardecer. Su fresca hermosura era como la de esa
muchacha que tras una reja, escuchaba la voz del hombre que cantaba palabras de
amor. Pero a la “tía Concha” sólo hubo un hombre que la hizo feliz. Pero hace
muchas décadas que su mirada está bañada por la soledad que anida en lo
profundo de un corazón solitario.
Sus pronunciados pómulos enmarcan un rostro
amable, que junto a una barbilla proporcionada ofrece el inconfundible perfil
de mujer mediterránea, en la que se entremezcla el olor a caracolas, con el
sabor a tierra salina. Todo ello hace de la “tía Concha” la imagen ancestral de
la “Madre Marinera”. A diferencia de
las canciones con letras románticas, la mujer que camina lentamente, supo muy pronto el significado de la palabra
“luchar”. Sus pequeñas manos supieron del frío que se cuela entre la piel en
los días de invierno. Sin importar lo duro del trabajo, siempre conservaba una
caricia guardada entre sus dedos para su marido y sus hijos. Desempeñó el papel
de madre y padre a la vez, manteniéndose erguida como el mástil mayor que
sujeta la vela en el centro del barco, haciendo frente a todos los vientos, al
tiempo que un brillo surgía de su interior al mirar a sus pequeños. ¿Y su marido?. Él estaba en la mar...
mientras ella se crecía ante los temporales.
Hoy se puede ver como a la tía Concha los
años la han moldeado hasta conseguir de ella la imagen tierna de la vejez
levantina. En ella se ve una mezcla de seriedad y rectitud, transmitida por
esas ropas eternamente negras que comenzó a usar cuando faltó su Paco hace...
ni recuerdo ya los años. Y es que ya son pocos los que recuerdan el asunto del
naufragio. Lo cierto fue que por aquel entonces, Concha pasó de ser una niña
felizmente casada, a una viuda sin tiempo para llorar. Cuando le dieron la
noticia, ella dijo al enterarse de la desaparición de su marido: Quien tiene como rival a la mar, no puede llorar; sería señal de
debilidad.
¡Claro! Aun no lo he dicho, pero todos sus
conocidos decían de ella que jamás fue una mujer débil. Sí que es cierto que en
algunas ocasiones se la veía pensativa, con el gesto triste.
-¿Qué tienes Concha? ¿Qué te sucede?- le
preguntaban, cuando en su trabajo de remendadora de redes en el puerto, entre
puntada y puntada se la veía contemplando la mar.
Ese ir y venir de las olas era como una dulce
droga que la atrapaba. Pero después de unos segundos ella contestaba:
- Me he
perdido entre las olas.
Las otras mujeres la miraban y murmuraban a
escondidas. Algunas aseguraban que en esos instantes, aquel que desapareció en
la mar, surgía para ella de las profundidades, arrebatándole el aliento de
mujer, dejándola sin aire... casi sin vida. Entonces Concha cerraba los ojos y
un suspiro se escapaba de su alma, dejándolo sobre las olas. Sus piernas, que deseaban correr hasta el
fondo de la mar, estaban enredadas entre las malditas redes, como si se tratará
de un fantástico animal marino. Miraba con odio aquella confusión de agujeros
en los que dejaba su dolor. Movía mecánicamente sus manos, remendando,
cosiendo... mal viviendo. Y así, día tras día, minuto tras minuto. Mientras el
luto de sus lágrimas se mezclaba con la brisa de la mar y el sabor a sal que se
incrustaba en su rostro. ¡Pero nadie la vio llorar!
Aun hoy sigue caminando penosamente por la
vida, con sus ochenta y muchos años
apoyados en el frágil bastón. Entre
suspiros se enfrentó a sus días sin más ayuda que un gran coraje y una decidida
voluntad. Dicen que a la “tía Concha” el coraje se lo dieron unos brazos
huesudos... ¿y la voluntad? Esa tenía la forma de tres niños que apenas
levantaban un palmo del suelo. Solo ellos la hacían reaccionar sin tardanza en
cuanto estaban a su lado. Ante ellos, ni una queja, ni un gemido: Mis dos hijos y mi hija, son mis tres
luceros- se la oía decir
Pero todo ello pertenece al
ayer. Ahora la separan de mí unos cincuenta pasos que se alargan en el tiempo.
En su figura veo a cuantas generaciones
de mujeres que como ella, han pasado por esta tierra dejando un rastro de duro
trabajo, fortaleza y soledad. Hoy mi cita es con todas ellas y contigo... “tía
Concha”:
¡Sí! Quiero hablar con vosotras, para mostraros a ese mundo que os
desconoce. Quiero que al igual que en otro tiempo, podáis pasear vuestros encantos en forma de sonrisa seductora
por las plazas de vuestro pueblo. Como la muchacha recatada, que con pudor,
miraba los ojos del joven que la saludaba intentando conquistar a quien
consideraba una diosa. Deseo escucharte a ti, que apenas salías de tu hogar por
que tenías que cumplir religiosamente con los deberes de buena esposa y madre,
atendiendo a ese marido embrutecido y a unos niños que colgaban de tu delantal
sin dejarte caminar, sin más futuro que el estar eternamente atada a los
fogones. Y a vosotras, las que remendabais redes con puntada certera a la
orilla de la mar ¿quien os conjuro a estar atadas junto a los veleros del
puerto...? Sirenas atrapadas en el
cuerpo de mil mujeres. Habladme de vuestras risas, de las canciones que
cantabais bajo el calor del sol. Y deseo caminar junto a las que salabais el
pescado que engordaban esas redes ¿dónde dejasteis la suavidad de
vuestra piel de mujer joven?.
Ya sé, entre el blanco de los grumos salinos
y el plateado de las escamas, allí quedaron, los sueños de todas vosotras. ¿Y
vosotras modistillas? las que terminabais con el cuerpo encorvado. No por los
años, sino por que las agujas os tenían cosidas a los paños ¿Cuáles eran
vuestros sueños de niñas? Tal vez los dejasteis entre las costuras de esos
vestidos que nunca fueron vuestros...
¡Sería tan agradable hablar con estas
Nereidas que quedaron atrapadas entre la mar y esta tierra!. Vosotras fuisteis
mujeres en mitad de un océano contradictorio, a quienes se os arrebató el hecho
de ser sirenas, dejando en el silencio de las olas, el canto de vuestra
tristeza en forma serenata a la orilla del mar. A todas las que quisisteis
soñar, yo me atrevería a deciros sin
temor ni reparo, que os confundisteis entre sol y la arena de las playas. La
plateada luna os entregó un espíritu sutil, incluso sencillo, pero sin llegar a
la bobería. Con el toque justo de discreción que da ésta mar a cuantos nacen en
su ribera. Todo ello sólo sirve
para identificaros ayer... y aun
hoy, como mujeres en las que se une la
esencia de éste pueblo y la fuerza de su mar. La nostalgia de otros
tiempos, renace en cada una de aquellas que os han seguido: Vuestras hijas. Hoy
deseo deciros a todas que existen otras ciudades donde podemos ver a otras
mujeres que ríen y sueñan, con la que hablamos, en las que observamos su forma
de caminar, incluso con las que hacemos grandes amistades y a pesar de toda esa
sencillez, y de cuanta amabilidad transmiten, como recuerdo no pueden
ofrecernos nada de ese aroma a mar.
Es sabido que las tierras bañadas por estas
aguas, fueron comienzo de grandes civilizaciones. De sus orillas surgieron
pueblos de los que se narran grandes historias, mitad verdad mitad leyendas.
Pero vosotras, formasteis parte de los pilares que mantuvieron y aun hoy
mantienen con vida cada una de esas proezas. A lo largo de siglos el hombre
ha luchado en estas aguas, ha navegado
por ellas, ha creado y ha fundado otros pueblos ¿y sus mujeres? Todas ellas al
igual que Penélope, esperaban. Quizá algún
visitante curioso al aproximarse a la playa encuentre en ella a una muchacha
que al igual que la esposa del gran héroe, permanece inmóvil frente al mar.
Contemplará sus delicadas formas. Acertará a descubrir lo dulce de su mirada,
la luz del amanecer en su piel, el
perfume mezcla de rosa y salitre junto a la languidez de sus gestos. Tal vez al
verla en silencio, se pregunte: ¿Quién es
ella...?
No alcanzará a descubrir el mágico
sentimiento que lleva a quien es mitad
mujer, mitad sueño, a dejarse acariciar
por las olas que frente a ella se estrellan en las rocas. La visión de la
muchacha confundirá a quien la observa. Curioso y contrariado se marchará de su
lado sin apenas haber rozado sus anhelos de mujer, sus sueños de sirena. Ésta
joven que no deja de mirar el horizonte, sigue esperando al marino que se
alejó. Ella sabe que la mar enloquece a los hombres, haciéndoles perder el
sentido. La diosa de las profundidades les arrebata la cordura atrapándolos
entre las olas y la calma. Y como siempre, ante los deseos de los marinos se
encuentra la respuesta de sus mujeres siempre ha sido la misma, callar... Callar ante la atracción que los lleva por los caminos de la marejada y la quietud,
entre las estrellas y los sueños, lejos de sus hogares, sin importar los
peligros. Sólo vosotras sabéis muy bien cual ha sido durante generaciones
vuestro deber. Sois las capitanas en los hogares, las responsables de educar a
los hijos y el vigía que alerta de todo peligro.
¿Y los hombres...? Ellos se marcharon a navegar.
Nunca estuvo anduvo tan cerca un sueño de la
realidad. Ellos intentando descubrir ese
fantástico mundo que se esconde en un horizonte inalcanzable y vosotras,
Nereidas varadas en tierra, intentado apaciguar la tormenta de esa realidad de
niños y hogar.
Claro ejemplo de ello es la “tía Concha”. A lo largo de los años ha
sido la Venus de clara belleza, la Penélope sin Ulises, el
pilar que mantuvo en pie el hogar. Hoy... a orilla de esta mar, sus días son
transparentes, al igual que la laguna donde la mar reposa sus aguas, dejando en
el fondo la esencia que lleva dentro. Ella, y las que nacieron antes que ella,
dejaron su huella en la arena en forma de sutil aroma a mar. Como Nereidas sin
voz, nadaron entre el día y la noche, entre el deseo y la pasión. Todas,
mujeres al fin, siguen mirando la mar, envidiando a quien a través de los
siglos sigue aun hoy embrujando a sus hombres.
Y tú, la esposa..., soñaras con mil noches de
placer que no existieron, se lo contarás a la luna tu confidente en la soledad
de la alcoba.
Mientras yo, seguiré observando en silencio a
cuantas hijas de esta tierra deambulan por la historia, sin hablar, sin decir
una palabra, solo mostrando una sonrisa al hombre que regresa a lomos de su
barco, saludando desde la proa...
Y seguiré añorando poseer el bálsamo que
guardáis en vuestro interior, fruto de un pasado como hijas de esta mar. En
este instante sólo puedo ofreceros mi saludo en forma de amable agradecimiento...
Ya está frente a mí la “tía Concha”. Espero
unos segundos para escuchar esa pregunta que a manera de saludo hace a cuantos
se aproximan a ella:
- ¡Chicona...! ¿Tú
eres de este pueblo?”
Le respondo escuetamente:
- Antes quiero decirle cuanto deseaba verla.
Ha prestado atención a cada una de mis
palabras, como si buscara en el tono o en la forma de pronunciar la frase un
indicio que le lleve a descubrir el secreto de mi procedencia. Por mi parte
observo curiosa el rostro de la anciana y... ¡allí está!. Apenas es una leve
sonrisa, pero precisamente ese gesto es el que la delata. Evidentemente, ya
conoce la respuesta.


